Fidelidad y Futuro.

Uno de los profesores de Antiguo Testamento más importantes de los últimos años, Norbert Lohfink, decía que la primera Constitución de la historia se escribió en el siglo VII antes de Cristo: el llamado “Código deuteronómico”, que se recoge en el actual quinto libro de la Biblia, el Deuteronomio. La promulgación de este código de leyes está ligado al reinado de Josías en Jerusalén y fue el corazón de una profunda reforma religiosa y social que el rey inició, propiciada por la decadencia de las grandes potencias que dejaban un respiro a los pequeños reinos.

En ese código están reguladas las responsabilidades de todas las instituciones del pueblo, incluido el rey. En este sentido se habla de “la primera Constitución”: el rey también está supeditado a la ley. Estamos hablando de hace más de dos mil seiscientos años. En sociedades mucho más tardías y muy superiores en cultura, los reyes eran los únicos legisladores y jueces, situándose por encima de la ley.

¿De dónde brota esta superioridad del “estado de derecho” en Israel? La ley está por encima del rey porque proviene de Dios. Moisés, junto a David, son los grandes personajes de la historia bíblica; pero Moisés está por encima de David, el rey ideal. Con Moisés nace el pueblo en el desierto, como fruto de una alianza con Dios en la que Moisés es el mediador. También él está al servicio de la ley. Lo que más importa es Dios y el pueblo, la alianza. Los demás protagonistas son instituciones al servicio del pueblo elegido, servidores del pacto entre Dios y la comunidad elegida por él.

Es cierto que no existe una autoridad judicial independiente del rey para interpretar esa ley y hacérsela cumplir; pero existen los profetas, sucesores de Moisés, que recuerdan, en nombre de Dios, las obligaciones de la alianza para todos.

También es cierto que hubo muchos profetas oficiales, a las órdenes de los reyes de turno, que no hacían sino decir a los gobernantes lo que querían oír. Esta situación también la denuncia el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, refiriéndose al Imperio Romano: el falso profeta o la segunda Bestia, que simboliza toda la propaganda al servicio del poder, como en un anticipo del poder de los medios de comunicación al servicio de los gobernantes.

Pero, junto a los falsos profetas y a los videntes contratados, siempre hubo profetas libres, enviados por Dios, que se mantuvieron críticos frente a cualquier poder. También denunciaban al pueblo sus pecados. No estaban al servicio de una ideología, no pretendían sustituir el poder establecido por otro poder, que ellos detentarían, claro está. Se mantuvieron siempre libres, siempre profetas y nunca gobernantes, fieles solamente a la alianza, a Dios. Eran libres frente al rey, y lo eran también frente al pueblo: nunca fueron demagogos; no decían lo que los reyes y sacerdotes querían oír, pero tampoco lo que el pueblo quería.

Esta libertad les costó la persecución, a algunos también la vida. Ellos fueron la memoria viva de un pueblo libre, incluso frente a sí mismo, llamado a ser fiel a sus principios y lleno de memoria por el origen que los constituyó como pueblo.

El profeta mira al presente con distancia, con luz clara, porque mira desde el origen, desde la verdad de lo que el pueblo decidió ser como respuesta a una oferta de Dios. Israel es una nación con memoria y los profetas son el decantador de esa memoria que la hace ser agua limpia que fecunda.

El pueblo no está inventando cada generación lo que quiere ser, refundándose a cada instante, según las modas de las mayorías cambiantes o según la opresión de las potencias extranjeras; o movidos por la ideología del último demagogo surgido de algún rincón de frustración de la sociedad.

El pueblo tiene que decidir, y el profeta recuerda las consecuencias de cada decisión y la voluntad primera que las tribus han ido construyendo a lo largo de su historia.

Por eso, por la fidelidad y la libertad, por su vinculación al derecho, a la alianza, Israel ha perdurado sobre las potencias superiores que en el pasado compartieron protagonismo con el pueblo de la Biblia.

Manuel Pérez Tendero