La semana pasada tuve el privilegio de pasar unos días con la comunidad de monjes de santo Domingo de Silos. Cerca de treinta varones, vestidos de negro, cantando melodías de hace mil años que siguen llegando al corazón.
Mayores y jóvenes ponen ritmo a las letras de los Salmos, con su voz y con sus cuerpos, en un movimiento que sube y baja hablándonos de alabanza y humildad, de encarnación y cariño, de arrepentimiento y fortaleza.
Existe en el monasterio alguna joya del pasado, como el báculo de santo Domingo, pero el patrimonio más visible es su claustro románico, probablemente, el más famoso de España. Los capiteles son primorosos, como lo son también las ocho escenas de las esquinas que reproducen pasajes bíblicos cargados de serena majestuosidad.
¿Cómo ha sido posible la conservación de este patrimonio? Porque sigue vivo, porque se sigue utilizando, porque una comunidad vive allí y lo cuida como algo suyo.
En España tenemos muchos ejemplos de patrimonio destruido porque sus habitantes –monjes en su mayoría– fueron expulsados y se vendieron tierras y conventos no se sabe muy bien con qué finalidad.
Las casas, como los pueblos, si están habitados, si tienen vida, sobreviven a las inclemencias del tiempo y de los tiempos. Cuando se vacían, cuando pierden su sentido, cuando nadie los frecuenta, quedan abandonados a la espera de algún arqueólogo del futuro que se esfuerce en encontrar huellas de su propio pasado.
Aún más difícil de conservar que el claustro de Silos es el canto gregoriano, otro patrimonio fundamental de la edad media europea. A la gente le gusta acercarse por Silos y escuchar a los monjes; hubo épocas, incluso, en que se puso de moda el canto gregoriano y se multiplicaron las ventas de sus grabaciones.
Pero el canto gregoriano es un patrimonio frágil; porque es, ante todo, espiritual, humano. La música, más aún que la arquitectura, si no está habitada, si no habita en el corazón y la garganta de aquellos que le dan pasión, desaparece.
¿Cómo habría que invertir para conservar este patrimonio? Es difícil, porque el dinero –aquí más que en ningún sitio– no es suficiente. ¿Qué hay que hacer para que haya monjes, para que el gregoriano viva?
Por mucho que le guste, nadie se entrega al canto gregoriano, no dedica su vida a ello. El patrimonio del canto gregoriano es fruto de una siembra mucho más profunda: la entrega de la vida por Jesucristo, el servicio a una Iglesia que quiere preparar a este mundo para la llegada de su Mesías.
La vocación depende, ante todo, de Dios; después, de la libertad soberana de cada persona, con sus dificultades y miedos. Pero la base humana de la vocación, la base humana del canto gregoriano, sí puede ser fomentada en nuestra sociedad.
Es posible capacitarnos para el silencio, para contemplar una belleza profunda, que va más allá del instante y de los efectos especiales de la última serie de televisión. Podemos sembrar una afectividad más madura, que dependa menos del instante y se atreva a la fidelidad, que aprenda un tipo de amor más oblativo y menos egoísta; un amor que implique todas las dimensiones de la persona y se atreva a buscar el bien del otro.
Es posible ver la fe como un regalo para la sociedad, con los defectos y las sombras de los creyentes. La fe ha creado arte y ha servido a los pobres desde siempre; ha fomentado la educación y ha acompañado sufrimientos. El misterio del canto gregoriano es la fe cristiana, la relación con Jesús de Nazaret, que llamó discípulos para que lo dejaran todo por él.
Lo demás vendría después: el arte, las construcciones, la belleza, el canto. La relación personal con alguien a quien no vemos, la confianza en que ese alguien escucha nuestras voces y acoge nuestros esfuerzos es la clave del futuro del canto gregoriano.
Manuel Pérez Tendero