Son frecuentes las quejas de los profetas de Israel contra los pastores del pueblo.
Moisés, que fue pastor de oficio, fue el primer llamado a ser el gran pastor del pueblo, sacándolo de Egipto y conduciéndolo durante cuarenta años a la tierra soñada, a través de un desierto lleno de dificultades y tentaciones.
Más tarde, surgió otro personaje de un peso casi igual al de Moisés: David, pastor de Belén, que fue llamado por Dios para ser rey-pastor de todo su pueblo.
Los pastores de Israel son los dirigentes que suceden a Moisés y a David en el cuidado del pueblo en nombre de Dios. Este pastoreo se aplicaba muy especialmente a los reyes, descendientes de David, pero también a los sacerdotes, a quienes instituyó Moisés en la persona de su hermano Aarón. También a los profetas, sucesores de Moisés, se les aplica el título de pastores del pueblo. Por fin, los escribas y los sabios también son pastores que alimentan y conducen al pueblo a través de las Escrituras.
En tiempos de Jesús, el rey de Judea no era considerado, precisamente, como un pastor del pueblo elegido: Herodes no era judío ni había llegado al gobierno elegido por Dios, sino por una potencia extranjera que ocupaba el territorio que había sido entregado a los patriarcas.
Pero tampoco los sacerdotes de Jerusalén, centrados en el templo, estaban cumpliendo su oficio de pastores. Estaban atentos, más bien, a la política de relaciones con Roma para no perder sus privilegios y seguir detentando el poder, aunque hubiera que pagar un precio muy alto.
Los fariseos, con sus rabinos, eran los más preocupados por pastorear al pueblo. Lo hacían, sobre todo, con un estudio concienzudo de la ley y un intento de llevarla a la práctica de forma exhaustiva y cuidadosa. En su intento sincero, los fariseos llegaban a la población más piadosa, pero la masa quedaba fuera de su rebaño. De hecho, una de las claves de su acción pastoral consistía en la separación: la pureza de la ley ponía un listón alto que solo era accesible para los más esforzados.
Jesús de Nazaret encontró esta situación y, como en tantas otras etapas del pueblo, vio que el pueblo estaba sin horizontes, sin personas que los cuidaran, sin referentes que les hablaran de Dios y los acercaran a su ternura. Él había venido como el pastor prometido desde antaño para pastorear al pueblo de la alianza de forma definitiva.
El pastor era Moisés y era David, pero también era Dios, como se rezaba en los Salmos: con Jesús, el pastor humano y el pastor divino coinciden; él es Dios que viene a buscar toda oveja descarriada y viene a congregar de nuevo al rebaño disperso.
Para esta tarea, Jesús quiso contar con unos discípulos a los que llamó apóstoles. Lo hizo durante su vida pública y lo hizo, sobre todo, cuando llevó a cumplimiento su tarea convirtiéndose en Cordero para salvar a las ovejas.
Cuando observaba a las gentes “como ovejas sin pastor”, llaman la atención la actitud de Jesús y su respuesta.
La actitud es la compasión. A Dios le duele el sufrimiento de su pueblo, a Jesús le llega al alma el desconcierto de las ovejas, de cada una de ellas.
Su respuesta no es la queja, o la crítica a los pastores que no cumplen con su misión: él mismo se convierte en pastor, comenzando, en primer lugar, por explicar la palabra a las ovejas. Dialogar con el pueblo es el primer acto de Jesús pastor. Se pastorea muy especialmente con la palabra: dedicar tiempo a hablar con las ovejas.
En esta actitud y esta respuesta, Jesús se convierte en modelo para todos aquellos a los que llama a convertirse en pastores junto a él.
Creo que la sociedad actual, nuestro pueblo, está “como ovejas sin pastor”. Espero que no se pueda decir lo mismo de los creyentes, del pueblo de Dios.
Jesús no esperó a que los reyes y los grandes sacerdotes de Jerusalén se ocuparan del pueblo: él mismo se puso manos a la obra, desde Galilea, desde las aldeas, con la ayuda de un grupo de discípulos poco preparados.
No es posible que este Pastor definitivo deje hoy a su rebaño sin pastores.
Manuel Pérez Tendero