«No obstante, afirmaban que su mayor culpa o error había consistido en la costumbre de reunirse en un día señalado antes de rayar el sol para cantar a coros un himno a Cristo como Dios, y obligarse mutuamente mediante juramento no a cometer crímenes, sino a no cometer hurtos, ni robos, ni adulterios, a no faltar a la palabra dada, a no negarse a restituir un depósito si se lo reclamaban».
Aunque había nacido en Como, la preciosa ciudad del norte de Italia que se refleja en el lago que lleva su nombre, Plinio el Joven había hecho carrera en Roma. Con el tiempo, fue nombrado por el emperador Trajano gobernador de Ponto y Bitinia, en la zona de Asia Menor bañada por el mar Negro. Fue un gobernador prudente y eficaz.
Plinio debió ocuparse de muchos problemas que sus antepasados habían dejado en el gobierno de aquellas provincias. Pero tuvo que afrontar también un problema nuevo para él: el caso de muchas personas, de toda condición social, que eran acusados de ser cristianos. Plinio, hombre prudente, consulta al emperador sobre qué actitud debe seguir: ¿se debe perseguir a los cristianos por el mero hecho de serlo, por el nombre, o solo cuando han cometido un delito?
Gracias a esta consulta, la carta de Plinio constituye un precioso testimonio del cristianismo naciente, en la tercera generación, tal y como se había extendido por el norte de Asia Menor.
La clave de su vida está en las asambleas litúrgicas para comer juntos y cantar himnos a Cristo como Dios. Junto a ello, es fundamental el compromiso moral de llevar una vida nueva e íntegra. Conocemos, por otros testimonios paganos de la época, que los cristianos tenían como costumbre ayudar a los necesitados y visitar a los encarcelados.
Plinio el Joven escribe su consulta a Trajano unos años después de haber sido escrita la primera carta de san Pedro, dirigida precisamente a los cristianos de Ponto y Bitinia. Esta carta es uno de los textos bíblicos fundamentales que, después de Semana Santa, la Iglesia nos propone para meditar. Se trata de remitirnos a los orígenes de nuestra fe para beber pasión y vivir con autenticidad.
La carta de san Pedro supone, efectivamente, un ambiente de persecución, quizá algo menor que el que Plinio, años más tarde, refleja en su carta. Se persigue a los cristianos «por el nombre», es decir, por el mero hecho de serlo.
Plinio declara al emperador que muchos cristianos se han «arrepentido» y, por tanto, su problema tiene solución. Gracias a sus gestiones –escribe–, los templos paganos se vuelven a llenar y se puede volver a comprar carne inmolada a los ídolos en los mercados, porque el fenómeno cristiano había puesto en crisis todo el sistema del culto pagano.
Plinio y el emperador están empeñados en «ayudar» a los cristianos liberándolos de una superstición que no acababan de comprender. En muchos casos, con la amenaza de la tortura, lo consiguieron.
En el lado contrario se sitúa la carta de Pedro: anima a los discípulos a aguantar en la tribulación, imitando a Jesucristo, que soportó el sufrimiento y la cruz entregando su vida en obediencia a Dios.
Es interesante comprobar cómo veían a los cristianos las autoridades romanas y la mayoría de la gente culta de aquella época; es posible que esto nos ayude a comprender cómo se ve el cristianismo desde fuera en muchos casos de la actualidad.
Reconociendo su altura moral y su preocupación por los pobres, aceptando lo inocuo de sus reuniones litúrgicas y su religiosidad centrada en un crucificado, el cristianismo parece portar un misterio que no deja tranquilas a las autoridades.
Plinio no comprende de dónde brota ese misterio, lo ve como «una superstición perversa y desmedida». Pedro nos da, desde dentro, esa clave: «No habéis visto a Jesucristo y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación».
Manuel Pérez Tendero