Hacia el Domingo…3 de abril de 2022: «SE PUSO A ESCRIBIR EN LA ARENA»

¿A quién se quiere condenar, a la mujer o a Jesús?

Puesta en el centro, una mujer sorprendida en adulterio sirve como arma arrojadiza contra el profeta de las bienaventuranzas y la misericordia. ¿Qué les importa a los acusadores, el bien de la mujer, conocer mejor a Jesús, el establecimiento de la justicia? No parece que vayan en esta dirección sus intenciones.

Esta es, quizá, la gran hazaña de Jesús: desenmascarar las intenciones de los acusadores.

A menudo, creo que no hemos sabido comprender lo que significa la misericordia de Jesús. En los evangelios, él no aparece negando el pecado de los pecadores. Va siempre más allá, sobre todo en dos direcciones: tratar al pecador con misericordia y desvelar que el pecado nos afecta a todos.

No se trata de negar el pecado del otro, sino de darnos cuenta de que nosotros somos también pecadores y, por ello, podemos tratar con misericordia al pecador, en la esperanza de que también nosotros seremos tratados con misericordia.

Es el caso del hijo mayor de la parábola: el menor ha pecado, claro está; pero es una alegría su regreso y no es mejor aquel que quiere recompensa para sus esfuerzos de virtud. Es el caso, también, de los que se preguntan el porqué de los desastres naturales: ¿pecaron los afectados? Jesús, en cambio, dirige la pregunta hacia ellos como un reto: «Vosotros también sois pecadores y debéis convertiros».

Es el caso de la mujer adúltera. Jesús no acepta el adulterio, no justifica el pecado; pero nos ayuda a ver las cosas de una manera más profunda y humana.

En primer lugar, ante la pregunta crispada de los acusadores, Jesús calla, se agacha y se pone a escribir. El Maestro sabe crear un espacio para que las violencias se apacigüen. Después, se levanta y afronta a los acusadores, pero invitándoles a mirar, no a la mujer, sino a sí mismos.

¿No es esta la clave de todo? ¿No es por aquí por donde los psicólogos y las personas que entienden del espíritu nos ayudan a caminar? ¿No está dentro el problema que queremos solucionar fuera?

¿Por qué nos sienta tan mal el pecado de los demás? ¿Es por un gratuito deseo de la justicia? ¿O es porque buscamos el bien de la otra persona?  Deberíamos preguntarnos sinceramente por nuestras motivaciones: ¿no nos mueve, a menudo, la envidia? Si tan seguros estamos de hacer lo correcto, ¿por qué nos sienta tan mal que otros actúen de forma diferente? ¿No querremos, muchas veces, dejar limpia la superficie de una realidad que está podrida por dentro? ¿No estaremos proyectando en los demás nuestra propia inseguridad interior?

«¿Quién está libre de pecado?». La pregunta de Jesús no se dirige solo de forma general a los oyentes, sino de forma particular en las circunstancias de la acusación: de aquello que acusáis a esta mujer, ese pecado que tanto os escandaliza, ¿no sois vosotros también partícipes de él? ¿Quién de vosotros vive una sexualidad sana y una afectividad madura? Antes de buscar la paja en el ojo ajeno, sería bueno hacernos conscientes de la viga que habita en nuestro propio ojo.

Con quien hay que acabar no es con la mujer pecadora: tarde o temprano no quedaríamos ninguno en pie; debemos luchar con nuestro propio pecado que, entre otras cosas, ha hecho posible el pecado de esta mujer.

Al final de la escena, Jesús queda a solas con la mujer. Después de haber despejado el círculo de los acusadores, el perdón llega para ella. Con el perdón se inicia algo nuevo en ella, la misericordia empuja a la mujer en una nueva dirección, como prometían los profetas desde antaño: «A partir de ahora, no peques más».

Manuel Pérez Tendero