La alegría

Como ya os adelantamos… a partir de ahora, volvemos a colgar en nuestra página web los artículos dominicales en la sección: «Hacía el Domingo». Estos textos nos ayudan a reflexionar en el Día del Señor, y nos sirven de sustento para acercarnos más a Dios, mediante el «apostolado digital». ¡Esperamos que de mucho fruto! 😉

«Muchos viven la Navidad como tiempo de alegría. El papa Francisco nos ha transmitido la “Alegría del Evangelio” en la misión de la Iglesia y la “Alegría del Amor” en la familia. C. S. Lewis, convertido al cristianismo, se sintió “Cautivado por la Alegría”.

Muchos siglos atrás, un ángel llamado Gabriel saludó a María en Nazaret con el grito del “¡Alégrate, llena de gracia!”; cuando la misma María de Nazaret visitó a Isabel en la montaña de Judá, el niño Juan saltó de alegría en el vientre de su madre; al salto de Juan, María respondió alabando a Dios y “alegrándose su espíritu en ese Dios salvador”. Nueve meses más tarde, unos pastores anónimos de la zona de Belén, en los linderos del desierto, se llenaron de alegría porque fueron a ver a un niño envuelto en pañales.

La alegría es uno de los signos de nuestro tiempo, al menos como deseo, quizá como nostalgia. La alegría es el gran signo del tiempo del Mesías, del misterio de Belén. La alegría es uno de los síntomas más importantes de la salud del espíritu, del equilibro de nuestro ser más profundo.

¿Qué es la alegría? ¿Cuál es su proceso? ¿Cuáles son sus causas? ¿Y sus principales enemigos? ¿Cómo se reconoce? ¿Cuáles son sus frutos? Sería bueno atreverse a realizar una “fenomenología de la alegría”, un análisis, siquiera leve, de esta realidad que a todos nos atrae.

La alegría es ese lugar que hemos visitado y que querríamos habitar para siempre, ese rumor profundo que no podemos definir, que sirve de base a todo verdadero bienestar.

La alegría es fruto de que algo nos ha tocado el corazón. La alegría es una voz muy profunda –difícil de apagar, por tanto– que nos llega, regalada, desde fuera. La alegría se puede fingir, pero no podemos proporcionárnosla a nosotros mismos. La alegría es un regalo o, mejor, la respuesta estremecida de nuestro interior a la presencia de otros rostros que nos miran con cariño. La alegría es fruto del amor.

La alegría es, por tanto, comunión, sonrisa a otro, respuesta a una llamada, relación. Porque no es un sentimiento individual, porque brota de la relación, es muy fácil de transmitir; es más, crece al transmitirla. Sucede lo contrario que con los bienes materiales que poseemos: cuanto más damos, menos tenemos. En cambio, con la alegría, cuanta más damos, más nos llena y crece.

La alegría es el estado natural en que debería vivir el ser humano como persona que ama y es amada; es nuestra vocación más originaria y la meta prendida a nuestros huesos desde antes de nacer.

Porque es relación, porque es regalo que nos llega sin merecerlo, uno de los enemigos mayores de la alegría es el egoísmo, la búsqueda de la propia felicidad por uno mismo, sin contar con los demás, o contando con ellos como cosas y no como rostros. No existen recetas para la alegría: es un arte que debemos aprender según aprendemos los caminos de la entrega. No existen fórmulas asimiladas que, repetidas, nos proporcionan alegría cuando deseamos. La alegría es libre y novedosa siempre, nos visita llena de frescura.

Por ello, otro gran enemigo de la alegría es el deseo de posesión, cuando queremos retenerla, agarrarla: entonces, como arena entre las manos, se nos va de la vida y nos deja vacíos. La alegría tiene que ver con la gratuidad y no es esclava de nadie, de ninguna situación. La alegría viaja siempre por los caminos del espíritu, que nadie sabe de dónde viene ni a dónde va.

Cuando buscamos la alegría, aislada, por encima de todo, es muy posible que no lleguemos a encontrarla. Cuando buscamos al otro, cuando vivimos desde el interior y aprendemos las sendas esforzadas del amor, la alegría llega y nos sorprende, nos llena y plenifica.

Llega la Navidad, buscamos al Niño. La alegría llega, preciosa, de sus ojos abiertos que nos miran.»

Manuel Pérez Tendero