Hacia el Domingo…27 de mayo de 2018: «LA CABAÑA»

Hace más de mil cuatrocientos años nuestros antepasados construyeron junto al Duero una pequeña iglesia, obra maestra del arte visigodo que ha llegado hasta nosotros: la iglesia de san Pedro de la Nave. Los expertos quieren ver, en las tres alturas que se observan desde fuera del templo, una afirmación clara de la fe trinitaria de los visigodos, tras la unificación de España en torno al catolicismo, superadas las divisiones con los arrianos.

No es la única iglesia en la que la arquitectura pretende insinuar el misterio de la Santísima Trinidad. También lo ha intentado, de forma aún más explícita, el arte de la pintura. El ejemplo más famoso es el icono de la Trinidad de André Roublev. Fue pintado en los comienzos del siglo XV para el iconostasio del monasterio de la Trinidad, cercano a Moscú. El misterio de Dios es insondable y su rostro se escapa a nuestra mirada; pero el Eterno ha bajado hasta nosotros y, en el rostro encarnado del Hijo, podemos contemplar el misterio de Dios.

Roublev se sirve de una escena del Antiguo Testamento, la Filoxenía de Abraham, su hospitalidad. Esta escena había sido entendida tradicionalmente en la Iglesia como manifestación misteriosa de la Trinidad. Roublev quita a Abraham y a Sara de la escena, deja solo los tres ángeles, los tres peregrinos misteriosos: quiere que el orante se concentre en el misterio de Dios que, a través de la mirada, nos introduce en su naturaleza de amor.

La copa es el corazón de la escena: en ella se refleja el rostro humanado y crucificado del Hijo. La Trinidad se ha acercado en el misterio pascual como salvación del hombre. Por eso, la redención pasa por la copa de la Trinidad; la misma oración no es nada si no accede a Dios a través de la copa del Hijo: para nosotros, Dios es misterio eucarístico.

El arte del hombre busca siempre trascender y se atreve a arañar el misterio. Más allá de la escultura y la pintura, también el cine ha querido ayudarnos a buscar la Trinidad. “La cabaña” es una película original, y se parece mucho al icono de Roublev. Dios invita a un hombre desesperado a su propia intimidad: el sufrimiento vuelve a ser el lugar adecuado para el encuentro. La vida humana está llena de misterios, que no son sino posibilidades de acceso a la realidad más honda que no podemos controlar.

Dios es representado como padre-madre, como madre sobre todo. Esto ya lo han dicho los últimos papas, y también lo dijeron los antiguos profetas, como Oseas o Isaías. “Adonai” ha sido el nombre elegido para definirlo. El Hijo era más fácil de representar: un varón con barba, Jesús de Nazaret. El Espíritu Santo era, probablemente, lo más difícil de representar; la elegida ha sido una mujer joven, con rasgos asiáticos que invitan al misterio. Se trata de representar la luz, el amor, la belleza, la serenidad, la vida. “Ruah” es su nombre, la palabra espíritu en hebreo.

Cada uno de ellos realiza una tarea diferente. Dios-madre está, sobre todo, en la cocina: amasa la harina, como el alfarero amasa todo el barro de nuestra existencia, como el Padre amasó la carne del Hijo para que nos sirva de alimento. El Hijo, claro está, realiza obras de carpintería. Y el Espíritu, “Señor y dador de vida”, se dedica a cuidar el jardín, lugar de vida y de belleza. Ese jardín –se le revela al protagonista– es su misma alma, su vida, su historia, su ser. El Espíritu moldea el caos de nuestra vida interior para llenarlo de belleza y fecundidad, él es jardinero callado de nuestros rincones más ocultos y hermosos.

Es evidente que la Trinidad no es lo que nos muestra la película, como tampoco es una estructura tripartita en una iglesia o tres ángeles representados en torno a una mesa. En cine, posiblemente, es mucho más difícil representar a Dios que en la pintura. La película tiene sus defectos y sus límites; pero me parece de un atrevimiento afortunado. En el fondo, estamos rodeados de guiños y signos del amor de Dios, de su comunión eterna abierta a nosotros.

Manuel Pérez Tendero