Hacia el Domingo…29 de abril de 2018: «DESDE SIENA».

Catalina fue su nombre, Siena, su cuna. Hoy, es recordada como doctora de la Iglesia. ¿Cuál fue su pasión, qué supo transmitirnos con tanta hondura? La búsqueda infatigable de Dios.

Para el filósofo español Xavier Zubiri, la religión debe ser explicada desde su raíz: “Re-ligare”. La religión es una relación, una vinculación, situada en una dimensión que engloba las demás relaciones.

Como indica el Catecismo de la Iglesia católica, el hombre es un ser religioso por naturaleza. Antes que cristiano, católico, musulmán, ateo… el hombre es un ser que busca a Dios, creado para buscarlo. Por eso, la Biblia misma no comienza con Jesucristo, ni siquiera con Abraham, sino con la creación de todo, con la historia del hombre, de todo hombre, que es “varón y mujer en medio del mundo”.

¿En qué se descubre esta dimensión religiosa de todo ser humano? En la sed profunda del corazón. El hombre es, por naturaleza, un buscador, un investigador, un “animal insatisfecho”. Por eso, probablemente, lo que más nos deshumaniza es la negación de esta inquietud: es lo que hacen la droga y otros medios más sutiles de adormecer las conciencias. También la misma religión, en manos del poder, puede intentar adormecer al hombre para subyugarlo. Cuando se apaga esa inquietud existencial se pierde la ilusión, desaparece toda esperanza, y la vida se hace totalmente cuesta arriba.

Es una sed de sentido, una búsqueda de razones. Tiene que ver con la mente, con el corazón, con las relaciones humanas, con todas las dimensiones de nuestro ser. Esta inquietud profunda que todo ser humano descubre en sí mismo es necesario educarla para que pueda ser libre y no manipulada. Como todo en la vida: el niño ha de hacerse adulto para discernir y decidir con libertad frente a los estímulos. ¿Cómo dejar de educar, cómo no ayudar a responder la pregunta más honda del corazón humano?

San Pablo también consideraba que la religión –en su caso, la griega– es una profunda sed del corazón que solo Jesús de Nazaret puede llenar. Es su mensaje en el discurso del Areópago, en Atenas. Lo ha subrayado también san Agustín en su famoso texto: “Nos creaste, Señor, para ti y nuestro corazón no descansará en paz mientras no repose en ti”. En sus Confesiones, tras su conversión, brota de sus manos este hermoso poema: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, yo fuera. Por fuera te buscaba y me lanzaba sobre el bien y la belleza creados por ti. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo ni conmigo. Me retenían lejos las cosas. No te veía ni te sentía, ni te echaba de menos. Mostraste tu resplandor y pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por ti. Gusté de ti, y siento hambre y sed. Me tocaste y me abraso en tu paz”.

El gran santo de Hipona “siente hambre y sed” después de haberle tocado Dios. ¿No es esto una contradicción? La religión, al menos la cristiana, no es fundamentalmente una respuesta a las preguntas del hombre, un agua que sacia nuestra sed, sino la provocación de una sed mayor, la iniciación de un camino más allá, penetrando “en la espesura”. Es la explosión de un inconformismo definitivo: no hacer meta de ningún tramo del camino.

En esta sed religiosa, el hombre está siempre aprendiendo: la religión no sitúa a la persona por encima de los demás, antes al contrario, lo afirma en su debilidad, porque le hace reconocer su condición de buscador y de criatura. Pero sabe que, en ello, radica su fundamental dignidad, inalienable, no sujeta a los vaivenes de la opinión de las mayorías.

Por otra parte, esta experiencia es totalizante. La religión se debate entre la tentación de dos extremos: fariseísmo y laicismo, la religión como una apariencia, un vestido externo, o la religión como un compartimiento cerrado de nuestro interior, que nada tiene que ver con las dimensiones externas.

Como san Agustín, una mujer del siglo XIV supo vivir y expresar esta experiencia totalizante y profunda con una belleza poco común: santa Catalina de Siena, a quien hoy recordamos.

Manuel Pérez Tendero