Hacia el Domingo 31 de mayo de 2020: «CONTAGIADOS DE ESPERANZA»

“Nuestros huesos están secos, nuestra esperanza ha perecido, estamos destrozados”. Son palabras pronunciadas hace dos mil quinientos años. Las escribe el profeta Ezequiel, hablando en nombre de su pueblo que se siente como un conjunto de huesos muertos, sepultados y sin esperanza ninguna de futuro.

Pero Dios, por medio del profeta, convoca al Espíritu desde los cuatro vientos y da vida y forma a todos esos huesos que simbolizan a la casa de Israel. Dios lo puede todo: cuando no hay esperanza para el hombre, incluso cuando no hay vida, el Espíritu todo lo renueva.

Esta lectura de Ezequiel es uno de los textos que sirven de fondo al relato de Pentecostés, en el que san Lucas nos cuenta la efusión plena del Espíritu de Dios sobre la Iglesia naciente.

Otro texto que sirve de fondo a Pentecostés es el de la torre de Babel: un pueblo orgulloso que quiere llegar hasta el cielo con sus técnicas y funda un imperio para unificar a todos bajo un mismo idioma. Pero el pecado de orgullo produce división y la torre deja de construirse.

Es también actual el texto de Babel, como el de Ezequiel. Además de faltos de esperanza, creo que también vivimos llenos de orgullo y estamos siendo sembradores de división.

¿Hará falta dinero para reconstruir Europa y el mundo después de toda esta crisis? Ciertamente. Harán falta muchas cosas; pero necesitaremos, ante todo, espíritu: fuerza, motor interior, comunión, paz profunda, humanidad.

Cristo, resucitando, ha vencido al mundo, ha vencido el mal y la muerte. Ahora, enviándonos su Espíritu, nos “contagia” de su victoria. La Pascua no es victoria individual de Jesús de Nazaret: su fruto más acabado es la efusión del Espíritu de Dios, “Señor y dador de vida”.

En Pentecostés, hoy, celebramos que la victoria de Cristo nos ha sido trasfundida a nuestro cuerpo a través del Espíritu. Los anticuerpos que la carne de Jesús ha conseguido contra todo tipo de males nos llegan a las venas del alma y del cuerpo a través de su aliento. Cerca de él podemos respirar con su mismo espíritu y, por eso, somos contagiados de vida plena.

Pensaba yo, allá por Semana Santa, que el domingo de Resurrección marcaría, como un símbolo, el principio de la victoria sobre este virus. Pienso, en este día, que esa victoria es ahora cuando se va a notar entre nosotros: el Sanado nos sana, el Resucitado nos transmite su vida; ese es el misterio de Pentecostés.

El Espíritu Santo no es una idea o un símbolo que nos sirve para momentos de oración y retiro: es la fuerza que mantiene en pie a la Iglesia en medio de las plazas, es aquel que da vida a todo lo que respira y sustenta la belleza de todo lo creado. El Espíritu, presente siempre, hace posible la vida, toda vida; ese Espíritu, derramado ahora de forma plena gracias a Jesús, lo renueva todo y hace posible todo nuevo comienzo.

Ahora, más que nunca, la misión de la Iglesia será soplar para el mundo el viento joven del Espíritu; ella deberá esforzarse, ante todo, en respirar al ritmo de Jesús, con su mismo aliento, para transmitir a este mundo el respirar mismo de Dios.

Creemos en el actuar de Dios en el mundo; creemos en su presencia en el presente. Él siente y actúa, ama todo lo nuestro. “Ni uno solo de nuestros cabellos se cae sin que él lo sepa”, nadie se pierde fuera de su mirada. Él es más fuerte que todos nuestros miedos, es mucho más poderoso que todos los que buscan el poder.

La esperanza no es un sentimiento, ni siquiera una opción: es un regalo que agradecemos y nos esforzamos por hacer fructificar.

Manuel Pérez Tendero