Sería muy interesante atreverse a hacer una fenomenología de la debilidad. La fenomenología es un método filosófico que pretende comprender la realidad desde la empatía, aceptando la existencia de algo e intentando explicar su funcionamiento. No juzga, no desprecia: acepta, se interroga, explica.
¿Es la debilidad parte de la condición humana? Existe, está ahí; pero, en principio, no nos gusta. ¿Cuál es su origen, cómo funciona, cuál es su sentido? La humanidad, desde sus orígenes, ha tenido que luchar para superar los límites que la realidad le imponía. Cada hombre, como una humanidad que se renueva en cada nacimiento, viene a la vida cargado de limitaciones, dependiente de forma absoluta. Tras un paréntesis más o menos largo, la vida nos enseña a despedirnos de ella también desde la debilidad y la dependencia.
Somos radicalmente limitados. La debilidad no es un adjetivo que se nos ha pegado a los pies como el polvo del camino, sino latido profundo de nuestro corazón existencial. Vivir como si el límite fuera un accidente fácilmente superable, nos hace soberbios y provoca una actitud de enfado continuo ante la vida y sus dificultades. Enfadados y desagradecidos: las dos características de ese niño mimado que, a menudo, llevamos dentro de nosotros.
Sin dificultades, la humanidad no habría avanzado. Sin dificultades, cada ser humano no podría madurar. Somos dialéctica con el entorno, lucha, esfuerzo, creatividad. No es casual que las grandes civilizaciones hayan surgido en climas y terrenos que no facilitaban del todo la vida acomodada del hombre.
El límite es un reto, un diálogo que el entorno establece con nosotros para despertar toda la creatividad que habita sembrada en lo más profundo de nuestro ser. Limitados, nos sabemos en medio de un mundo real, objetivo, vivo, que nos toca, nos afecta, nos llama, nos regala horizontes.
Gracias a las dificultades, no solo tomamos conciencia de la realidad objetiva del mundo, sino, aún más, de la realidad intersubjetiva de tantas otras personas que comparten sus límites con nosotros y sufren a nuestro lado. Nacemos limitados, pero podemos sobrevivir gracias a la ayuda de otros. También en la enfermedad son otros los que nos cuidan. Y algunos, algún día, enterrarán con cariño este cuerpo sumido en la debilidad definitiva.
El límite es un reto personal, un diálogo que nuestros hermanos establecen con nosotros para hacernos conscientes de que no estamos solos y nos necesitamos. ¿Se puede aprender a amar sin haber sido ayudado y sin haber ayudado nunca a nadie? ¿Se puede madurar como personas sin esa pedagogía del amor que es creatividad ante los límites del otro? La debilidad es puerta abierta para dejar que el amor visite nuestras vidas.
La debilidad es también puerta abierta a otra presencia, más allá de las cosas y las personas. Somos radicalmente limitados porque provenimos de otros, porque no nos hemos dado la vida. No somos solo mortales, somos contingentes: podríamos no haber existido. La debilidad es memoria existencial de que no somos dioses. Necesitamos el entorno, necesitamos a los demás: necesitamos al Creador. Cuesta trabajo aceptarlo: querríamos ser autosuficientes, el egoísmo es tentación cotidiana de nuestras pretensiones de dominio; pero la realidad es tozuda, toda la realidad. La humildad agradecida es el único camino verdadero para el hombre.
También san Pablo, el apóstol, siente la tentación de rechazar el límite en su misión: hay tanto que hacer, tantos caminos que recorrer, tanta Palabra que predicar, ¿por qué no me das la fuerza sin límites que me permita alcanzar todos los horizontes? El Señor de Pablo, que lo encontró una vez en el camino de Damasco, vuelve a salir a su encuentro: “Los límites son parte de la misión, la fuerza se realiza en la debilidad: te basta mi gracia”.
Manuel Pérez Tendero