Siempre la Vida

Ciega y sorda de nacimiento, Hellen Keller tuvo la suerte de que una mujer invirtiera su juventud y toda su voluntad en ayudarla a salir de su aislamiento: Anna Sullivan consiguió un verdadero milagro, trabajoso e incomprendido a menudo por los mismos familiares de Anna, que solo buscaban su propia comodidad y el superficial deseo de que la niña no sufriera. Con tesón y sufrimiento, con lucha, Anna consiguió aprender el lenguaje de signos y llegó a doctorarse en la universidad.

Anna se quejaba de una familia y una sociedad que era capaz de dedicar todos sus esfuerzos para rescatar a un niño cuando se caía en un pozo, pero no hacía nada para sacar a esta niña de su pozo interior. La solidaridad compensa cuando es fácil y llamativa, pero no tanto cuando es trabajosa, larga y escondida.

Me he acordado de esta película, basada en un hecho real, en estos últimos días de desconcierto de conciencias. Tenemos un gobierno capaz de dedicar dineros y esfuerzos para traer a dos misioneros infectados de Ébola desde el centro de África. Es una decisión valiente, signo de un país que quiere ser digno y estar a la altura de sus ciudadanos. En cambio, no es capaz de hacer nada cuando se trata de defender a personas aún más débiles, que pueden traer otra enfermedad, o estar sanos completamente, pero tienen la desgracia de que no hemos visto sus rostros ni hemos podido mirarles aún a los ojos.

También en la defensa de la vida naciente se manifiesta la dignidad de un país y la altura moral de un gobierno. Todos somos responsables de nuestros actos, todos; y muy especialmente quienes más poder tienen. Y habremos de responder de ellos, si no en la actualidad, muy probablemente en el futuro y, ciertamente, ante aquel que nos creó.

Esto es lo que nos dice, precisamente, la conciencia, esa capacidad humana que es la raíz más profunda de nuestra dignidad: no tenemos que dar cuenta de nuestros actos solamente ante los demás, sino ante nosotros mismos; no frente a la opinión, sino ante la verdad. Si Jesús de Nazaret no se equivoca, los pobres juzgarán la historia, nos juzgarán a todos; Dios nos juzgará por nuestra actitud ante esos “hermanos nuestros más pequeños”. Tal vez convendría, en estos días, leerse despacio el capítulo veinticinco del evangelio según san Mateo, que tanto le gusta recordar al papa Francisco.

El caso de los dos misioneros de san Juan de Dios muertos por el contagio del Ébola nos ha recordado los miles de españoles que, repartidos por todo el mundo, sirven a los pobres. La sociedad española es tierra fecunda de solidaridad concreta, de amor vivo; tal vez, sea una de las más fecundas del mundo.

El caso del aborto, en cambio, nos muestra otra cara de esta sociedad, cuya opinión pública va cambiando según se imponen las ideologías de los que llegan al poder. Nos acostumbramos a lo que nos imponen, nos cansamos de luchar contra corriente; acabamos pensando como nos conviene vivir, porque no nos hemos atrevido a vivir como pensábamos.

Nos regalan libertades y vamos perdiendo libertad; nos gritan consignas y vamos perdiendo la palabra; se nos promete bienestar y se nos escapa de las manos la felicidad; se celebran fiestas sin cesar y nos invade por dentro la tristeza.

Una sociedad más gris, más rota, con menos gozo y comunión. Somos como un árbol frondoso cuyas ramas poderosas han tomado la azada para cavar la tierra y arrancar sus propias raíces. Nos estamos quedando sin lo mejor de nuestro pasado y, poco a poco, vamos minando nuestro futuro. Esos hijos que no llegarán, seguramente, tenían en sus manos la solución a tanta crisis.

Hace muchos siglos, un hombre fue crucificado por todos los poderes de su tiempo, que se confabularon para satisfacer a la masa. Pero, en su muerte, alumbró la vida para siempre. En su rostro hallamos esperanza también para este tiempo nuestro cargado de contradicciones.

Manuel Pérez Tendero.