Hacia el Domingo…17 de junio de 2018: «DE SEMILLAS Y REYES»

Creo que todo el mundo sabría responder a la pregunta sobre lo esencial del mensaje de Jesús de Nazaret. “¿Qué predicó Jesús?” El Reino de Dios diría cualquiera que haya leído alguna vez los evangelios. Más difícil es saber en qué consiste ese Reino que Jesús predicó.

Si leemos despacio las parábolas, las bienaventuranzas, los pequeños dichos sapienciales, más que encontrarnos la explicación concreta de los contenidos del Reino, vemos que se nos habla de sus destinatarios privilegiados, de la autoridad con la que Jesús lo enseña y, sobre todo, del cariño con el que lo instaura el Rey de Israel que se hace ahora rey de todos.

En las parábolas aprendemos que el Reino se parece, ante todo, a una semilla. Semilla pequeña que se hace arbusto grande; semilla poderosa que crece por sí misma; semilla que ha de ser acogida por la tierra y que ha de morir para poder dar fruto. Las parábolas nos hablan de los personajes del Reino, nos acercan más al “quién” que al “qué” del mensaje de Jesús. ¿Por qué?

En primer lugar, porque los destinatarios ya tenían una idea, gracias a la Biblia y sus profetas, de lo que era el Reino, la intervención salvadora de Dios para culminar la historia. El problema estaba en saber cuándo, en saber esperar los tiempos de Dios y aguantar en las dificultades de los tiempos que preceden a la llegada de ese reinado.

Por otro lado, esta insistencia en el “quién” nos habla del tipo de Reino que Jesús trae de parte de Dios: lo que importa son las relaciones, las personas, el trato, los rostros, el amor. Por eso, está llamado a llegar más allá del pueblo elegido, a todos los que han sido creados por el buen Dios para ser bendecidos con su gracia.

El Reino, por ello, no se aprende: se recibe. Por eso, Jesús no solo anuncia el Reino, sino que lo actúa: son tan importantes sus gestos como sus palabras. Cura, libera, acoge a los niños, come con los pecadores, llama al seguimiento. Jesús vincula a su propia persona a aquellos que acogen el Reino: acoger a Dios es acoger a su Hijo y fundar una familia con un nuevo tipo de relaciones.

En las parábolas de Jesús aparece otra clave fundamental: la confianza en la fuerza silenciosa del Reino, del Dios del Reino. El Reino tiene que ver con la fe.

Si la fe es la clave de un Reino en el que importan las personas, aprendemos que la fe no se dirige, ante todo, a los contenidos; no es solo conocimiento, sino relación personal: creer es acoger a alguien. Él nos habla, claro está; es Maestro que nos enseña y Profeta que nos ofrece las claves para comprender la historia y sus paradojas; pero, ante todo, es Pastor, Hijo de un Padre que siempre ama. Con el Reino, Jesús nos trae una relación: su relación filial con Dios. La fe es entrar en esa relación.

Creer no es solo saber o aceptar que Dios existe. La fe tiene que ver con el Reino, con la cercanía de Dios, también en una segunda dimensión: nos abre un horizonte que muchos no acaban de comprender: el Reino ya está, su dinámica ha comenzado, su sabiduría y belleza va seduciendo la historia desde lo más profundo. ¿Quién se atreve a apostar por una pequeña semilla con toda su debilidad? Así se despliega el Reino entre nosotros: de forma callada, sencilla, sin estridencias, sin grandes logros, a la vista de la gente sencilla.

El Reino y su fuerza no es evidente, su realidad necesita ser interpretada, acogida; solo desde dentro se entiende su energía y se van desvelando sus claves. Por eso, los creyentes viven felices y tienen esperanza: porque saben ver las semillas y comprueban su crecimiento imparable.

Ayer, en la catedral, un joven de Valdepeñas era ordenado diácono para nuestra Iglesia de Ciudad Real. ¿Faltan vocaciones? Sí. Pero Raúl es un signo de la semilla poderosa de Dios. Creemos en el Reino, sembramos su belleza; creemos en las vocaciones y nos atrevemos a seguir sembrando… Con mucha esperanza.

Manuel Pérez Tendero