Hacia el Domingo…2 de enero de 2022: «HIJOS DE BUENA MADRE»

Ha comenzado un nuevo año. Como siempre, la Iglesia nos propone que lo inauguremos bajo el signo de la Madre, María de Nazaret.

El año comienza con la Octava de la Navidad, esa fecha en que el niño judío era circuncidado y recibía un nombre. Parece que el nuevo año es una extensión del día de Navidad: naciendo como hombre el Hijo de Dios abre un año nuevo, un tiempo nuevo marcado por la comunión entre el Creador y sus criaturas. Ha comenzado una historia nueva que es engendrada en Belén.

La maternidad es el gran signo de esta novedad. Ya los antiguos profetas supieron atisbar este misterio de lo novedoso que se esconde en la capacidad de engendrar vida por parte de la mujer. El profeta Isaías, cuando Jerusalén está sitiada y el rey no ve solución, se presenta con el signo de una doncella embarazada como una llamada a confiar en el Dios de las promesas. En aquella misma época, otro profeta, Miqueas, ve la opresión de su pueblo como una etapa que acabará pronto, con la intervención de Dios. El signo de esa intervención, el comienzo del final de la opresión del pueblo, el momento que todo lo inicia es «cuando la madre da a luz».

La maternidad es una misión a la que está llamada la mujer. No es algo que la constituya estructuralmente: se puede ser mujer sin ser madre. Su cuerpo, en condiciones normales, está preparado para generar vida, pero puede no llegar a realizarlo.

La maternidad, por tanto, no es solo una realidad física, sino un acto humano, femenino, personal, libre. La maternidad es la puerta del futuro, pero es una puerta que puede no ser abierta.

Como toda misión, la maternidad lleva consigo alegrías y retos, esfuerzos y dudas, dificultades y gozos. De una forma u otra, en toda misión implicamos nuestra propia vida, nos entregamos.

Por este profundo misterio de la mujer, la Iglesia ha venerado siempre a María de Nazaret como figura clave de nuestra salvación.

Con la maternidad de María no se abre solo un futuro pequeño para su familia y su aldea: el futuro de la humanidad entera habita en la maternidad de esta joven de Nazaret. Si el Hijo de Dios no hubiera nacido como hombre sería imposible que el hombre renaciera como hijo de Dios.

En esta maternidad definitiva también estuvo implicada la libertad de María, su condición personal de mujer. Dios habló con ella antes de concebir: su condición de madre fue realmente una misión, un acto de obediencia y confianza, un acto pleno de fe.

En el mundo de los hombres las cosas no irrumpen de forma fulminante, no aparecen de la nada: todo nace. Ser criatura consisten en nacer, se empieza a ser personas cuando somos engendrados. Nos han dado la vida, «nos han nacido». Ser hombres es tener madre. Por eso, María es la clave de la humanidad de Dios.

Esta es la llamada principal al comenzar el Año: agradecer el haber nacido. Todo nuestro tiempo, toda nuestra existencia ha sido un regalo al que hemos sido introducidos por el misterio de la maternidad. Agradecidos a los que nos trajeron al mundo: todos tenemos un origen, un amor del que venimos, un pasado que nos constituye.

Agradecer la filiación es también meditar sobre nuestra propia misión en esta vida regalada. Al comenzar el año nos preguntamos cuál ha de ser nuestra misión, qué debemos engendrar para abrir horizontes de futuro a este mundo cansado.

Cada nacimiento es una bendición para nuestro mundo. La vida es el gran tesoro de esta creación. Nos alegramos con cada nacimiento y nos comprometemos en que a este mundo le nazcan hijos, se alumbre futuro.

Si cada nacimiento es una bendición, sabemos que un nacimiento ha sido la bendición definitiva: Dios ha irrumpido en la historia desde Belén para crecer con nosotros y llevarnos con él. El Creador ha querido ser engendrado por una madre para que todos pudiéramos ser engendrados a la vida eterna.

Hay futuro, nacen vidas. ¡Feliz Año Nuevo!

Manuel Pérez Tendero