Hacia el Domingo…9 de enero de 2022: «INTERCAMBIO»

La razón profunda de la Navidad está en el misterio del intercambio. Así lo han entendido los autores antiguos y así lo seguimos celebrando, quizá sin saberlo, en el presente.

¿Qué es un intercambio? Esta palabra nos remite, ante todo, al mundo de la economía: ofrecer unos bienes para conseguir otros. Pero también se pueden intercambiar otro tipo de realidades: hace unos años se puso de moda entre los jóvenes ir a pasar un tiempo con una familia en el extranjero para que, más adelante, un joven de esa familia pudiera venir a España en las mismas condiciones. El intercambio, en principio, favorece a las dos partes, a todos aquellos que toman parte en la operación.

Intercambio tiene que ver con cálculo, con ganancia. También se puede aplicar este concepto al ámbito de la religión. Son muchos los autores que piensan que las relaciones con Dios se basan, en muchas tradiciones religiosas, en el «do ut des», te doy para que me des. Yo le ofrezco a Dios un donativo para que él, a su vez, me conceda un deseo. O, al revés, puedo pedir la concesión de un deseo y pronunciar una promesa de futuro, un voto, que realizaré si Dios se digna concederme aquello que le pedí. No se sabe muy bien qué es lo que puede ganar Dios en este intercambio, pero la psicología humana suele funcionar con estas claves.

No es, en cualquier caso, este tipo de intercambio el que inaugura la Navidad.

Creemos que el Hijo de Dios se ha hecho hijo de María para que los hijos de mujer podamos llegar a ser hijos de Dios: este es el intercambio de la Navidad, la esencia de la fe cristiana. El Hijo de Dios no nos pide nada, no nos da nada a cambio de algo que podamos ofrecerle. Él se nos da por entero para que ganemos nosotros. Podríamos decir que él pierde para que nosotros ganemos, que él se rebaja para que seamos ensalzados nosotros.

Jesús y nosotros compartimos una condición radical: somos hijos. Él, Hijo eterno de Dios; nosotros, nacidos en el tiempo. Esta condición radical que compartimos, porque hemos sido creados a su imagen, es la clave del intercambio, la puerta de nuestro futuro. El Hijo de Dios ha querido experimentar de forma humana la filiación para hacer posible que los que somos hijos en el tiempo podamos nacer a la eternidad como hijos de Dios con él.

Este domingo, cuando acaba la Navidad, celebramos el Bautismo de Jesús en el río Jordán. ¿Qué tienen que ver Belén y el Jordán, el Bautismo y el nacimiento? En la vida de Jesús, el Bautismo significa el paso de la vida oculta a la vida pública: por eso marca el final de la Navidad, para que podamos comenzar a celebrar los misterios de la vida pública de Jesús.

Desde nuestra perspectiva, en cambio, la Navidad y el Bautismo se relacionan precisamente desde el misterio del intercambio: por el Bautismo nacemos a la vida eterna, somos convertidos en hijos de Dios. La Navidad de Jesús hace posible nuestro Bautismo: su filiación humana produce nuestra filiación divina. El Bautismo es nuestra Navidad.

Si hay Bautismo, por tanto, la Navidad cumple su misión, no se queda en una celebración más o menos bonita, más o menos tierna o familiar. Si hay Bautismo, la Navidad produce sus frutos. Cristo se ha sembrado en el seno de una virgen para que la semilla de la divinidad pueda dar fruto en nuestros cuerpos nacidos mortales.

Todo es ganancia. Estamos llamados a ser portadores del misterio de la Navidad en nuestros propios cuerpos. La celebración de la Navidad acaba, pero sus frutos permanecen: el Hijo de Dios es hombre para siempre y nosotros, con el Bautismo, comenzamos a ser hijos de Dios con él, también para siempre.

Aquí también resplandece el misterio del intercambio: el eterno, nacido en el tiempo, en el corazón de nuestra historia, redime nuestro tiempo y nos abre las puertas de su propia eternidad.

Felices frutos navideños en nuestros cuerpos bautizados: hijos para siempre con el hijo de María.

Manuel Pérez Tendero